jueves, 21 de octubre de 2010

TECNOFOBIA: LAS RAZONES DE UNA IDEA


En su conocido libro: Two Cultures and a Second Loock (1959), C.P. Snow se preguntaba hace ya años por las razones del abismo entre científicos y literatos que desde entonces no ha hecho otra cosa que crecer. El porqué de la incomprensión entre las dos culturas está lejos de constituir un tema puramente académico y su eco alcanza hoy un carácter global, que hace preciso investigar sobre los fundamentos culturales de la tecnofobia. Convendría repetir las preguntas que en su día planteó C.P. Snow: ¿Son los intelectuales "de letras", luditas por naturaleza?. ¿Cuáles son las razones de la tecnofobia y porqué se ha desarrollado especialmente entre quienes se llaman a sí mismos "humanistas"? ¿Por qué el intelectual de letras considera la tecnofobia no sólo de buen tono, sino incluso como una especie de obligación civil inherente a su estatus? ¿Por qué la profecía humanística evalúa sistemáticamente la tecnociencia como riesgo o peligro y no como oportunidad? ¿Se trata de un tópico cultural nostálgico o, tal vez, la tecnofobia esconde alguna enseñanza que sea posible desarrollar en la comprensión de un mundo diseñado cada vez más a imagen de la tecnociencia? ¿Existe realmente alguna vía de superación de la extraña dialéctica entre tecnófobos (e incluso "neoluditas") y tecnófilos? Y, finalmente: ¿puede construirse una auténtica sociedad del conocimiento sobre esa oposición?
Ante la tecnociencia, la respuesta de las humanidades ha oscilado entre dos posturas tan radicales como poco matizadas. Se ha postulado muy minoritariamente una defensa utilitaria a ultranza de la modernidad asimilada, sin más, a la posesión instrumental (caso de las diferentes filosofías del ámbito pragmatista) o, por el contrario, se ha caído en una desvalorización profética del mundo de la máquina; tachado de des/almado en su sentido más obvio y literal. Conviene reconocer que ésta última ha sido -y continua siendo- una postura prestigiosa en el ámbito global de "las letras", desde donde se contempla cualquier intento de humanismo tecnológico, sino con desprecio, al menos con indisimulado recelo. En lo tecnocientífico, a veces más cerca de lo novedoso que de la novedad, se intuye un peligro para la continuidad del humanismo, más que una oportunidad para su despliegue. La técnica como factor de armonización mecánica del mundo ha tendido a ser considerada en la tradición humanística como una forma de degradar lo cualitativo y lo individual. Aparece como el espacio donde se pierde la diferencia, es decir, donde se disminuye aquello que constituye lo humano por excelencia, y donde la apariencia niega la realidad de las cosas. Se ve tópicamente acusada de provocar la decadencia de la ligazón comunitaria primitiva y se la juzga responsable de una actitud escéptica que, en definitiva, conduce al nihilismo al poner lo funcional por encima de lo supuestamente "auténtico". Resuenan así en el mundo humanístico los ecos de la reconvención goethiana en el Fausto:
Viejo derecho, firme tradición
En nada cabe ya tener confianza
La técnica simboliza también, en esta hipótesis, la consumación de la dominación del mundo por el dinero y, en consecuencia, es tanto un elemento de ruptura con la naturaleza, cuanto una expresión de existencia inarmónica. Es fácil ver además, en ella el instrumento de un poder inmoderado y, por lo tanto, da un cierto buen tono proponer un neoludismo estético, que se acompaña de un poco disimulado aristocratismo intelectual, que a veces se despliega como crítica global al concepto de progreso.

La filosofía del siglo XX ha sido muy mayoritariamente presa de la desconfianza ante la tecnociencia, y ante su núcleo filosófico que es la herencia ilustrada. Heidegger, Adorno, Jonas y Postman constituyen hitos importantes en esa desvalorización de la tecnológico pero no son los únicos tecnófobos. Decía Cioran que: Con el advenimiento de la trinidad del automóvil, el avión y el transistor podemos poner fecha a la desaparición de los últimos restos del Paraíso terrenal. Todo hombre que toca un motor prueba que es un condenado. Sin llegar a planteamientos de esta radicalidad, el hecho es que muchas reacciones humanísticas ante la técnica basculan entre el miedo y la sátira. En este aspecto, la propuesta jonasiana de la heurística del temor, y la ética del no-poder de Ellul resumen el sentir de un mundo cultural asustado por sus propias construcciones.
No deja de sorprender que a lo largo del siglo XX el miedo haya podido ser considerado como un elemento positivo, en oposición a toda la tradición ilustrada que, estrictamente, se había construido desde el rechazo absoluto a cualquier tipo reacción paralizante y desde la denuncia del miedo como una construcción interesada, sólo útil para mantener a los hombres en un estado de sumisión. Pero, ciertamente, en el mundo de las humanidades hay, desde Platón y el mito de la Edad de Oro, una abundante literatura que podría ser considerada ludita. Sólo la reconsideración de los argumentos tecnófobos puede permitir un diálogo enriquecedor para las "dos culturas".
Nos proponemos un recorrido por los argumentos tecnófobos en tres momentos centrales: Grecia, la Ilustración francesa y los filósofos del siglo XX crecidos en el ámbito de los totalitarismos y de la II Guerra Mundial. Deseamos poner de manifiesto que en los argumentos tecnófobos no se encuentra solamente una evaluación negativa de la tecnología por sus consecuencias posibles, sino una concepción global del mundo cuyas advertencias de signo moral y antropológico deben ser tenidas en cuenta tanto en una tecnoética que busque lo mejor para el más amplio número, como en la que se plantee imperativos morales de mayor rango, especialmente la extensión de la autonomía. La filosofía ha tendido a considerar la tecnología como su opuesto y conviene reflexionar sobre este hecho si se pretende decir todavía una palabra que tenga sentido frente al ruido y la entropía.

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